dilluns, 22 de febrer del 2016

FRONTERAS, ASILO Y EL FUTURO DE LA UE


Pese a que Grecia llegó a la cumbre del Consejo Europea del 18 de febrero con cuatro de los cinco puestos de registro de inmigrantes a los que se había comprometido listos para comenzar a funcionar, no parece que la Unión Europea sea capaz de afrontar unida, ni el drama de los refugiados, ni las consecuencias de continuar con políticas de asilo dispares y de la prolongación de los controles fronterizos interiores en el espacio Schengen. Controles que aplican Suecia, Austria, Noruega, Dinamarca, Francia y Alemania.

Puesto que tema principal de dicha cumbre fueron las negociaciones con el Reino Unido para evitar el Brexit, el tema de los refugiados quedó perdiente para marzo. Pero París aportó un nuevo mazazo al afirmar el primer ministro, Manuel Valls, que “Francia ya no puede acoger más refugiados”. En marzo los 28 revisarán el cumplimiento de lo que acordado en materia de fronteras y asilo en consejos anteriores y, se realizará una cumbre con Turquía para que controle sus fronteras. El Consejo desea que el alto el fuego en Siria sea permanente, y así presionar a Grecia y Turquía para que blinden sus fronteras, lo que no significa otra cosa que intentar hacer regresar a Turquía a buena parte de los que llegan a Grecia, que Turquía cierre su frontera definitivamente con Siria, y hacer retornar a aquellos que no se consideren merecedores de protección. Y así se entregaría a Turquía 3.000 millones de euros para aliviar la situación de los refugiados que queden en su territorio.

La Unión Europea debería afrontar ahora lo que no hizo en 1999 cuando entro en vigor el Tratado de Ámsterdam: la ejecución de una política común de asilo e inmigración. Y es que, no nos engañemos, incluso en el caso de que perdure un frágil alto el fuego entre algunas de las partes, parece poco probable un acuerdo que permita el retorno de la mayoría de desplazados. En Siria la paz no está cerca dado que, más allá de los intereses de kurdos, las milicias moderadas, Turquía, Arabia Saudita, Rusia, Irán y Estados Unidos, hay dos contendientes con los que resulta difícil pactar la transición. Uno, el Estado Islámico por su ideología, y, otro, el régimen de Baixar Al Assad que no dejará voluntariamente el poder, ni aceptará marcharse, dado que la no prescripción de los delitos de crímenes de guerra y genocidio son un obstáculo para que él y sus jefes militares acepten un exilio. Por paradójico que sea, los avances de la justicia universal son un obstáculo para el fin del conflicto.  

La Unión Europea no formalizó ninguna política de inmigración y asilo común en 1999, más allá de unificar el permiso de larga duración que facilia que un extracomunitario con dicho permiso, pueda trabajar en otro país de la Unión, o de acordar por el reglamento de Dublín, que la petición de asilo debe tramitarse en el primer país que pisa el solicitante, algo que se incumple. Desde 1999, cuando entró en vigor el Tratado de Ámsterdam, debía haberse establecido una política común de inmigración y asilo. Pero se amplió Schengen con la supresión de fronteras, sin armonizar las condiciones del derecho de asilo, ni el tratamiento a sus demandantes.

Por poner un ejemplo, hasta hace dos años, antes de la llegada de refugiados de Ucrania y Siria, en España se rechazaban el 95% de las solicitudes, mientras que en Alemania y otros estados del centro y norte de Europa el grado de aceptación era de más del 50%. Además, las diferencias de ayudas para los solicitantes es diferente en cada estado. Sin ir más lejos en España se modificó la ley de asilo en 2009, pero todavía no se ha aprobado su reglamento.

Ahora se pretende que Grecia e Italia registren a los que llegan en los llamados puntos de identificación y, tras estudiarse sus casos, trasladarlos o no a otro país europeo mediante un proceso de reparto que, por ahora ha fracasado y que rechazan algunos países. Mientras, cinco estados han recuperado temporalmente sus controles fronterizos, y se plantean, si el flujo de refugiados no cesa, proponer la suspensión de Schengen durante dos años, algo que generaría un efecto dominó. Y, más allá de la complejidad de la recuperación de controles, si eso ocurriera, sería el fin del proyecto europeo, con nefastas consecuencias económicas, la disminución de exportaciones, del flujo de turistas y la caída del  PIB.

La Unión tiene 509 millones de habitantes y el coste de recibir a tres o seis millones de refugiados es sensiblemente menor al que produciría una reimplantación de los controles fronterizos. La Unión se comporta como un elefante con muchas cabezas, cuyos líderes nacionales, sea por convicción, por electoralismo o por miedo a la ultraderecha, rechazan esa política común de fronteras y asilo acordada en 1999, esgriminendo ahora su derecho al veto. Una Unión que por no querer dejar subir a un 1% más de ciudadanos, puede romperse y hacerlos caer a todos. 
Xavier Rius

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