Podría comenzar este artículo haciendo referencia al asesinato del soldado Lee Rigby en
Londres a manos de musulmanes conversos, armados con cuchillos, y al
posterior intento de asesinato, con el mismo método, de un militar en
París. O aludiendo a otros hechos también recientes en Francia y el
Reino Unido, como la concesión de la Palma de Oro de Cannes a La vie d'Adèle, del tunecino Abdellatif Kechiche, filme que trata del amor lésbico. O a la boda homosexual de Rehana Kausar y Sobia Kamar,
dos chicas paquistanís y creyentes musulmanas, emigradas al Reino
Unido, que contrajeron matrimonio hace unos días. También podría
iniciarlo refiriéndome al caso de la tunecina Amina Tyler, que fue amenazada de muerte tras publicar en Facebook una foto en la que posaba con una inscripción en árabe sobre sus pechos (Mi cuerpo me pertenece, no es el honor de nadie),
fue retenida un mes por su familia y fue detenida la pasada semana tras
pintar la palabra Femen -el movimiento al que pertenece- en la pared de
un cementerio de Kairouan, donde se iba a celebrar un congreso
salafista.
Frente a la opinión de que el islamismo radical ataca principalmente a
Occidente y que la mayoría de víctimas de Al Qaeda son europeos o
americanos, la realidad es que el 95% son musulmanes asesinados en sus
propios países. Y la mayoría de víctimas civiles que ven coartada su
libertad por el islamismo político no somos los ciudadanos occidentales
hijos de europeos, sino los ciudadanos de países islámicos residentes en
ellos o los inmigrantes o sus descendientes que viven en Occidente, que
deben soportar la presión de determinados musulmanes que pretenden
ejercer de policías de la virtud.
Por ello el discurso islamófobo
que culpabiliza a todos los originarios de países islámicos de ser un
peligro para Europa no solo es demagógico sino que genera, ante el
ataque que perciben los inmigrantes y sus descendientes, una reacción de
enquistamiento en el seno de la comunidad, lo que únicamente genera más
guetos. Si en esos guetos se vive en una situación de precariedad, como
hemos visto en Londres o Estocolmo, cualquier incidente puede hacer
estallar un conflicto liderado por jóvenes sin perspectivas de futuro y
con un desarraigo identitario.
Es un hecho que en la mayoría de
países islámicos persiste una doble moral, con una interpretación del
Corán que niega evidencias científicas e impide a la respectiva
legislación ubicar la religión en el ámbito privado. Una literalidad de
la tradición que no permite que se hagan públicas otras interpretaciones
del Corán y, sobre todo, aceptar que hijos de musulmanes puedan hacer
público que son ateos. Eso se debe a la falta desde 1924 -cuando se
abolió la figura del califa, ubicada en Estambul- de una autoridad que
permita reinterpretar el Corán a partir de los descubrimientos
científicos y someter las leyes y la religión al derecho a la libertad
de pensamiento.
Así, la mayoría de países islámicos, al firmar la
Declaración Universal de Derechos Humanos, hicieron una objeción al
fragmento del artículo 18, relativo a la libertad de pensamiento y de
religión, que dice que «este derecho incluye el de cambiar de religión o
creencias». Es decir, en la mayoría de países islámicos un musulmán no
puede hacer público que ha dejado de creer ni cuestionar la literalidad
del Corán. En base a esta interpretación tampoco se permiten las
relaciones homosexuales.
Pero el hecho de que en los países
islámicos haya muchas personas que desde las redes sociales luchan por
romper la tradición y quieren ejercer la libertad de pensamiento, o de
que en Europa haya hombres o mujeres musulmanes que no ocultan su
homosexualidad y la hagan compatible con su religión, es una muestra de
que no es esta la enemiga de la libertad, sino la interpretación que se
le da.
Que en Occidente muchos descendientes de musulmanes
proclamen que son ateos, o que haya musulmanas que se casen con un
agnóstico, o que dos musulmanas lesbianas decidan casarse, es una
muestra de la evolución de muchos de los inmigrantes o sus hijos.
Evidentemente, eso no es fácil en los guetos. En los barrios de las
ciudades suecas donde recientemente han estallado conflictos o en los
del llamado Londonistán, en los que guardianes de la fe desean
imponer su ley, se hace difícil esta interculturalidad. Pero el problema
no se resuelve criminalizando al islam ni a los inmigrantes, porque así
solo se consigue que estos se encierren por autodefensa en el gueto. Y
de la misma manera que las ideas de extrema derecha son una salida para
jóvenes europeos desencantados, lo es el radicalismo islámico para hijos
de inmigrantes a los que pese a haber nacido aquí se sigue tratando
como extranjeros.
http://youtu.be/MA3QPDdIdVI
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