Xavier Rius Sant, periodista. La Vanguardia, dissabte 21 de desembre de 2024
Un chiste que explican palestinos y libaneses dice así: un periodista europeo que esperando para embarcar en un aeropuerto coincide con un palestino, un libanés, un sirio y un israelí, les pregunta: “Disculpen, ¿me podrían dar su opinión sobre el último acuerdo de paz?”. El palestino responde: “¿Paz?, ¿qué es paz?”. El libanés pregunta: “¿Acuerdo?, ¿qué es un acuerdo?”. El sirio dice: “¿Opinión?, ¿qué es dar tu opinión?”. Y por último el israelí pregunta: “¿Disculpen?, ¿qué significa disculpen?”.
Mientras que cualquiera que sigue la actualidad del Próximo Oriente podría comprender la ironía de la reacción del palestino, el libanés y el israelí, no pasa lo mismo con la del sirio. Dado que, pese a la brutalidad de la guerra civil y la dictadura, existía la idea de que, a pesar de tener un régimen autocrático como otros de la región, en Siria y en la culta Damasco, donde nunca han de dejado de sonar las campanas de las iglesias y se podía ver a mujeres sin velo y a personas de ambos sexos tomando alcohol, se respiraba una libertad ausente en la mayoría de países de la región. Pero la realidad, como insinúa el chiste, para los ciudadanos sirios, sometidos al control estricto de la policía política y su red de confidentes, es que mostrar en voz alta una opinión crítica con el régimen significaba acabar en alguna de las cárceles y centros de tortura. Centros que estos días vemos en las crónicas y describe Helena Pelicano en La Vanguardia , en los que la mayoría que entraban nunca salían. En Damasco se podía beber alcohol y las mujeres podían ir sin velo, pero la más mínima crítica al régimen en voz alta podía causar la muerte tras días de tortura.
La brutalidad siria era una evidencia: expresar una opinión crítica significaba ir a la cárcel y ser torturado o asesinado
En cambio sí parece un chiste que, tras el cónclave diplomático del pasado sábado en Jordania, Arabia Saudí, Qatar, Bahréin, y Egipto, junto a los representantes de la ONU, Estados Unidos, la Unión Europea y Turquía, soliciten que el gobierno provisional liderado por la antigua franquicia de Al Qaeda redacte una Constitución inclusiva y convoque elecciones, cuando ni en las monarquías petroleras ni en Egipto se convocan elecciones, o si se convocan, el resultado ya se sabe de antemano. Ninguno de los países que despertaron en el 2011 con las llamadas primaveras árabes es ahora una democracia, ni siquiera Túnez, donde el presidente Kais Saied hace dos años disolvió el Parlamento. Por paradójico que sea, dejando de lado Jordania, los dos únicos estados árabes que podrían calificarse de democráticos y con una separación de poderes vigente son Líbano e Irak, si bien ambos son prisioneros del comunitarismo de su Constitución, que obliga a repartir el poder y las instituciones basándose en cuotas étnico-religiosas heredadas de la guerra. Y además ambos países, sobretodo Líbano, desde hace dos años sin presidente y con un Gobierno en funciones, sufren la interferencia de las disputas de las potencias vecinas. La causa principal del bloqueo político que padecen las instituciones de Irak y sobretodo Líbano se debe a ser campo de batalla entre el eje chiita, liderado por Irán, y el sunita, liderado por Arabia Saudí. Y los que ahora han ganado en Siria y derrotado a los alauíes chiitas de El Asad son sunitas, pero deben la victoria a Turquía, que vuelve a ser la potencia regional como en los tiempos otomanos antes que Francia e Inglaterra trazaran las nuevas fronteras. Y es que la duda que acecha sobre Siria es si El Yulani pretende pilotar una transición democrática o si, por el contrario, como sus antiguos hermanos los talibanes, una vez en el poder en Kabul, impondrá de nuevo un régimen de terror.
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